domingo, 26 de septiembre de 2021

Cabra de Mora y la comarca de Gúdar-Javalambre

Si te gustan los bosques interminables de pinos y recoger níscalos, te aconsejo recorrer la carretera que desde Cantavieja, capital del Maestrazgo turolense, atraviesa la sierra del Rayo (de nombre muy apropiado, pues es donde caen más rayos de la península, según la Aemet), hasta Linares de Mora, donde podrás reponer fuerzas en La Venta... Desde ahí puedes seguir hacia Mora de Rubielos, capital de la comarca de Gúdar-Javalambre. En esta comarca turolense dominada por la sierra de Gúdar hubo antaño varios centros alfareros, todos extinguidos hace décadas: además de Mora de Rubielos, Rubielos de Mora, Valbona, Cabra de Mora, y mucho más al sur Torrijas... 

Cabra de Mora es un pueblecito rodeado de montañas a 1.085 metros de altitud, en las estribaciones de la sierra de Gúdar. Situado en la confluencia de los ríos Valbona y Alcalá, tuvo su mayor esplendor en los siglos XVII-XVIII gracias a su industria textil, que aprovechó la abundancia de agua. Sin embargo, en el siglo XIX dicha industria había ya decaído según Pascual Madoz: "hay fábricas de bayetas y cordellates aunque en decadencia" (Diccionario geográfico-estadístico-histórico de España, 1846, t. V, p. 50).

Fue también uno de los centros alfareros más importantes de la comarca junto con Rubielos de Mora. En Cabra se hizo tinajería, cantarería, ollería y tejería. El último alfarero de Cabra fue Eulalio Abad Pérez, cuyo padre, Santiago, realizó las últimas tinajas por urdido entre finales del siglo XIX y principios del XX (Romero y Cabasa, 2009: 356). Su hijo Eulalio abandonó la tinajería y la ollería para dedicarse a la cantarería y la tejería, retirándose hacia 1948 (Alcalá Zamora, 1980: 74). Las piezas de alfarería de Cabra de Mora son fáciles de distinguir por el pegado digitado de las asas.

Fig. 1. Cántaro grande de Cabra de Mora, 37,5 cm de alto. Siglo XIX. (Fuente: JD.)

El cántaro grande de Cabra de Mora de la fig. 1, al igual que la jarra de vino de la fig. 2, son excepcionales tanto por su presumible antigüedad como por su excelente conservación. El cántaro, datable en el siglo XIX, mide 37,5 cm de alto y tiene una capacidad exacta de 10 litros (es decir, un
cántaro). Es de aspecto robusto y pesado, de cuerpo ovoide panzudo. El cuello troncocónico es prolongación natural del cuerpo y remata en una boca moldurada. Las asas gruesas arrancan de la base del cuello, y ligeramente descentradas respecto del eje se asientan en el cuerpo con un pegado en disminución y tres profundas uñadas. Está reparado de antiguo con varias lañas en el cuello y un asa. Sin duda, denota ser obra de un alfarero con gran pericia.

Fig. 2. Jarra de vino de Montoro (Teruel), 22 cm de alto. (Fuente: JD.)

La jarra de vino, que en un principio atribuí a Cabra de Mora, me inclino ahora por atribuirla con más probabilidad a Montoro (Teruel), en el Maestrazgo, pues es muy similar a las jarras de la cofradía de San Pedro en Montoro, conservadas en el Museo del Maestrazgo (Cantavieja). Mide 22 cm de alto y tiene una capacidad de 2,2 litros. Es de cuerpo troncocónico, barnizada por dentro y parcialmente por fuera con un amplio mandil pardo-anaranjado que llega hasta la base. El asa es ancha y aplanada, con dos marcadas acanaladuras, adelgazándose hasta terminar en vértice, con dos digitaciones en el extremo. Está decorada con una línea incisa ondulada a la altura del pegado del asa. Por lo demás, recuerda las jarras y picheres de finales del siglo XIV y XV de Teruel.

Fig. 3. Algunas piezas de Cabra de Mora: al fondo, cántaro grande, medida de vino
y aceitera; al frente, jarra de vino (de Montoro) y botijo. (Fuente: JD.)

En la fig. 3 se muestran algunas piezas de Cabra de Mora. El botijo no es de estilo levantino (Álvaro Zamora, 1980: 76), sino más bien catalán, como delata el asa alineada con la boca y el pitorro. Ahora bien, la ancha base muestra el carácter típicamente aragonés de este singular botijo.

Mora de Rubielos, dominado por el imponente castillo, fue el centro alfarero más importante de la comarca. Al igual que en Cabra se hizo tinajería, cantarería, ollería y tejería, aunque la ollería "aparece como la más destacada" (Álvaro Zamora, 1980: 78). A finales del siglo XIX constaban (oficialmente) cuatro obradores, incrementándose a diez en 1901, para reducirse a solo tres en 1931 (Romero y Cabasa, 2009: 361). Los últimos alfareros de Mora fueron los hermanos Jaime y Manuel Edo Edo, que abandonaron el oficio hacia 1962 (Álvaro Zamora, 1980: 196).

Fig. 4. Cántaro de Mora de Rubielos, 33,5 cm de alto.
Primer tercio del s. XX. (Fuente: Monasterio
de Veruela, Zaragoza.)

El cántaro de Mora de Rubielos (fig. 4) es morfológicamente muy similar al de Cabra de Mora y Rubielos de Mora
(fig. 5). Díez (2005: 150) señala las características que lo diferencian del de Rubielos de Mora:

- El cuello del cántaro de Mora es troncocónico y diferenciado del cuerpo, mientras que el cuello del cántaro de Rubielos es recto y prolongación del cuerpo.

- En el cántaro de Mora las asas arrancan desde la base del cuello, mientras que en el de Rubielos arrancan desde casi la mitad del cuello.

Fig. 5. Cántaro de Rubielos de Mora, 40 cm de alto.
(Fuente: JD.)


En cuanto a
Rubielos de Mora,
incluido entre los pueblos más bonitos de España, a mediados del siglo XIX Pascual Madoz mencionaba la existencia de "algunas alfarerías" (Diccionario geográfico-estadístico-histórico de España, 1849, t. XIII, p. 585). Pueyo Dolader (2003), en base a la documentación de archivos, ha rastreado la actividad alfarera en Rubielos desde mediados del siglo XVIII, y señala la existencia de por lo menos tres ollerías: una en el barrio del Plano y dos en el de las Ollerías.

Antes de la guerra había en Rubielos siete u ocho alfareros, los cuales excepto Esteban Pastor Edo y otros dos familiares, abandonaron con la guerra. El último alfarero fue Esteban Pastor Goicoa, hijo del mencionado antes, que dejó el oficio en 1976 (Álvaro Zamora, 1980: 196; Pueyo Dolader, 2003).

El cántaro de la fig. 5 es asimismo excepcional y lo atribuyo a Rubielos de Mora. Mide 40 cm de alto y tiene una capacidad de 8,6 litros, que se correspondería con el cántaro que allí llamaban mediano (Álvaro Zamora, 1980: 79; Pueyo Dolader, 2003: 30), mientras que el cántaro grande tenía una capacidad de 12 litros y el pequeño de 5 litros. Es de cuerpo ovoide estilizado, cuello recto y tiene un pequeño repié, característico del cántaro de Rubielos. Obsérvense los grandes chorretones de barniz, escurrido de las piezas de ollería colocadas en los pisos superiores dentro del horno, pues en los alfares de Gúdar-Javalambre se cocía la cantarería junto con la ollería.

Sobre Rubielos de Mora es indispensable la monografía de Olga Pueyo Dolader, La alfarería de Rubielos de Mora (2003).

Fig. 6. Cántaro grande atribuido a Valbona,
41,5 cm de alto. (Fuente: JD.)


Valbona
está apenas a 6 kilómetros de Mora de Rubielos, y al igual que en los alfares ya vistos se obró canterería, ollería y tejería, aunque Pascual Madoz (Diccionario geográfico...,  1849) no menciona ninguna actividad alfarera en el municipio. Efectivamente, no parece que en Valbona hubiera la misma tradición alfarera que en otros centros alfareros de la comarca, a pesar de existir en la población una calle Ollerías en la que aún se ven los restos de un alfar (Abad, 2018). Díez (2005 y 2008) no incluye a Valbona en su obra. Según Álvaro Zamora (1980: 196), el último alfarero de Valbona fue Joaquín Bolos Martín, el cual aprendió el oficio en Mora de Rubielos y "dejó su trabajo bastante antes de la guerra".

El cántaro de Valbona es muy similar a los anteriores: cuerpo ovoide —que recuerda al cántaro de Huesa del Común— y cuello troncocónico, prolongación del cuerpo. El de la fig. 6 es el llamado grande, mide 41,5 cm de alto y tiene una capacidad exacta de 12 litros. Hay que reconocer la pericia de los alfareros en acertar con la capacidad exacta, tanto es así que esos cántaros solían utilizarse como medida.

Según testimonio de un nieto de Joaquín Bolos, los cántaros de Valbona eran de color más claro (rosado) que los de Mora de Rubielos (Abad, 2018: 7), y quizá sea esa la única diferencia entre los cántaros de Valbona y Mora de Rubielos.

jueves, 23 de septiembre de 2021

Ráfales (Teruel)

Fig. 1. Ráfales. Portal de San Roque (s. XIV) y portal de la Villa (s. XVI).

Ráfales (Ràfels, en catalán) es un pueblecito casi perdido de la comarca del Matarranya/Matarraña que conserva buena parte de su sabor medieval. El topónimo Ráfales (de
rafales, plural de rafal, voz derivada del arabismo raḥál, 'masía', 'granja' o 'casa rodeada de huertos') (*) delata el origen musulmán de la población. Hay referencias de que ya en 1293 hubo ollerías en Ráfales (Romero y Cabasa, 2009: 369), una circunstancia que comparte con Huesa del Común.

Fui a Ráfales en mayo de este año, después de pasar por Horta de Sant Joan (Tarragona) y Valderrobres (Teruel). Desde esta última población, incluida entre los pueblos más bonitos de España, tomé una carreterita comarcal llena de curvas que atraviesa un paisaje desolado y árido, con solo algunas manchas de almendros y olivos. Desde luego, para acceder a Ráfales es mejor desde Morella o Alcañiz.

Fig. 2. Algunas piezas de Ráfales: cántaro (38 cm de alto), orza (26 cm) y jarra de vino (20 cm). (Fuente: colección Carlos Díez; en Díez, 2005: 118.)

 
Fig. 3. Cántaro de Ráfales. (Fuente: Museo del Cántaro,
Valoria la Buena, Valladolid.)


Fig. 4. Medida de vino de Ráfales, 37 cm de alto.
(Fuente: Museu Ferran Segarra, Miravet, Tarragona.)

El cántaro de Ráfales, de forma esferoide y asas robustas, es quizá el cántaro de apariencia más rústica de todo Aragón (figs. 2, 3 y 4). Ello, unido a su rareza, le ha dado fama. Los cántaros que he podido ver son de barro oscuro, incluso negruzco, o "marrón-oscuro-rojo oscuro ennegrecido" como describe Díez (2005: 122), o "pasados de fuego", según Romero y Cabasa (2009: 370). Lo cual lleva a sospechar que se obtendrían mediante alguna técnica de cocción reductora, a fin de utilizar los cántaros para contener vino o aceite, además de agua. La cocción reductora tapa el poro del barro y lo impermeabiliza, haciendo innecesario el barnizado.

De algún modo, los cántaros de Ráfales recuerdan los de Huesa del Común (Teruel), distante más de cien kilómetros de Ráfales, pero donde parece que también se practicó muy antiguamente la cocción reductora para obtener cántaros de vino y vinagreras o aceiteras. Más esféricos los cántaros de Ráfales y ovoides los de Huesa (aunque el cántaro de vino de Huesa es también de forma esferoide), ambos tienen cierto aire de familia: compárense los cántaros de las figs. 2, 3 y 4 con el cántaro de vino de la fig. 2 del post La vinagrera de Huesa del Común.

Álvaro Zamora (1980: 32) apunta que en Ráfales la alfarería se extinguió hacia finales del siglo XIX, y que "en el pueblo se ha perdido totalmente el recuerdo de esta producción". Tampoco ha sido posible identificar a ningún alfarero en los archivos municipales de Ráfales, que se remontan a 1865, por lo que Romero y Cabasa (2009: 369) presumen que "la alfarería debió desempeñarse en Ráfales hace más tiempo que el que se supone". Así pues, cabe datar las piezas de Ráfales en el siglo XIX, e incluso antes en algunos casos.

Señala también Álvaro Zamora (1980: 32) —que incluye Ráfales en el capítulo dedicado a "La canterería de mano"— que presumiblemente los cántaros de Ráfales fueron obrados por urdido, por lo menos el cántaro que ella vio, de una sola asa (cuya foto publica en su libro como fig. 17): "pieza sumamente tosca en su factura incluso dentro de la producción manual a la que parece corresponder", el cual muestra también "algunas marcas horizontales que parecen corresponder a la unión de las tiras de barro en el urdido o de los tiempos en la realización de la pieza".

Romero y Cabasa (2009: 369) coinciden también que en Ráfales se obró por urdido:

Por las piezas conocidas, debió ser productor, principalmente, de canterería manual urdida, destinada a contener líquidos, y a almacenamiento y conserva, todo en bizcocho. Aún existe el barrio, más tarde transformado en calle, llamado de Les Cantereries, por lo que cabe pensar que, otrora, existieron varias de ellas. Estaba constituido por seis o siete casas, la primera de las cuales aún recibe el apelativo de Casa Canteré.

Por el contrario, Carlos Díez (2005: 119) señala que los cántaros de Ráfales fueron obrados a torno, aunque que "se trata de la obra más tosca de la alfarería aragonesa".

Fig. 5. Cántaro de Ráfales, 42 cm de alto. (Fuente: JD.)

Ahora bien, parece que en Ráfales se realizaron cántaros mejor obrados y de una tipología muy distinta a los toscos cántaros de las figs. 2 a 4 que han hecho famoso a este pequeño centro alfarero.

Algunos expertos en alfarería aragonesa coinciden en atribuir a Ráfales el cántaro de la fig. 5, que sin duda parece obrado a torno y modelado con pericia. Es un cántaro de 42 cm de alto y 9,4 litros de capacidad, es decir, poco menos que un cántaro, la misma capacidad que el cántaro grande de Huesa del Común, y también como el de Huesa es de cuerpo ovoide. El cuello es largo y recto, terminando en una boca ligeramente abocinada. Hacia la mitad del cuello arrancan dos asas enfrentadas que describen un ángulo recto para descansar sobre los hombros con un pegado corto y en espátula. ¿Cómo es posible que en el mismo centro alfarero se obraran cántaros tan dispares como los de las figs. 2 a 4 y el de la fig. 5?

Fig. 6. Vinagrera de Ráfales, 50 cm de alto.
(Fuente: colección Luis Porcuna - Barros con alma.)

Otro cántaro similar es la imponente vinagrera de la fig. 6, de 50 cm de alto y con una descarga en el lado que no se ve en la foto. Sin duda, todos estos cántaros son auténticas reliquias más que centenarias que han sobrevivido milagrosamente el paso del tiempo.

Romero y Cabasa (2009: 369) resumen:

Ráfales. Nombre casi mítico entre muchos coleccionistas de barros populares. Se trata de un caso extraño y nada justificado de sobrevaloración de la obra de un pequeño centro alfarero como el que existieron tantos otros. Probablemente la escasez con la que se encuentran sus piezas, entre las que destacaron el cántaro, el aguamanil y la medida de vino, hizo que pronto fueran codiciadas por muchos coleccionistas, que las consideran verdaderas joyas.

Por mi parte, acabo aquí este post cuyo único propósito ha sido el destacar el parentesco, más o menos lejano, de las cantererías de Ráfales y Huesa del Común. Quién sabe, quizá en el siglo XIII algunos olleros y cantareros de Huesa del Común se afincaron en Ráfales...


(*) El DRAE registra el aragonesismo rafal: "Granja, casa o predio en el campo." Y el Diccionari català-valencià-balear define rafal como: "Casa de camp amb un tros de terra no gaire gran." En Aragón, Cataluña, Valencia, Baleares y Murcia hay abundantes topónimos Rafal, Rafals, Ràfol, El Rafalet, Rafelbunyol, Rafelcofer, es Rafals...

Durante los 400 años de dominio árabe, la población del Bajo Aragón estaba concentrada en los núcleos urbanos de las tierras bajas, preferentemente de regadío. La propia toponimia delata esta realidad: Alcañiz, Calanda, Alcorisa, Valdealgorfa, Mazaleón, Calaceite, Beceite, Mequinenza, Caspe y Fabara son topónimos de origen árabe. En cambio, la parte montañosa de la actual comarca del Matarraña estuvo prácticamente deshabitada. Los pocos topónimos de origen árabe que nos han llegado delatan la escasez de habitantes, dispersos en masías (Ráfales, 'masía' o 'caserío'), y la economía pobre (Mezquín, 'mezquino' o 'pobre') (Pedro J. Bel Caldú, "El poblamiento cristiano del Bajo Aragón").


domingo, 19 de septiembre de 2021

Calanda (Teruel)

1.

Fig. 1. Tinaja de Calanda, siglo XIX. 66 cm de alto. (Fuente: JD.)

A finales de junio del año pasado, justo después de la primera ola de Covid-19, aproveché para ir a Aguaviva (Teruel) a recoger de una casa la tinaja de la fig. 1. Es una tinaja de Calanda del siglo XIX, de 66 cm de alto y una capacidad de 97 litros (*). Está adornada con cordones digitados, círculos incisos y las características franjas pintadas con óxido de manganeso. La tinaja se usó para agua, como delata la descarga cegada con un pegote de argamasa. En la misma casa de Aguaviva había otras dos tinajas grandes de Miravet (Tarragona), lo cual demuestra hasta dónde llegaba la tinajería del centro alfarero catalán, compitiendo con las tinajas de Calanda.

En muchos pueblos de
la provincia de Teruel las sequías en verano eran prolongadas, de modo que en las casas había varias tinajas para almacenar agua y hacer frente al estiaje, incluso en Teruel ciudad. Apuntan Romero y Cabasa (2009: 338): "El uso de las tinajas era variado. En ellas se guardaba tanto el aceite como el vino, mientras que, sobre todo, en las casas de campo se usaban tres o cuatro para para guardar el agua. Iban a buscarla en el mes de enero y se les conservaba perfectamente durante todo el verano." A este respecto hay que señalar que las tinajas de Calanda eran particularmente apreciadas porque el barro no transmite malos sabores al agua, virtud que ya fue destacada por Pascual Madoz al hablar de Calanda en su Diccionario geográfico-estadístico-histórico de España (1846, t. V, p. 250): 

en las fábricas de alfarería se construyen vasijas grandes y pequeñas de muy buena calidad y duración, porque el barro de que se forman no comunica ningún sabor a los licores que se las encomiendan, lo que hace que sean muy estimadas en todas partes.

La epopeya del suministro de agua potable a las poblaciones es un aspecto poco tratado por los historiadores, y en este sentido recomiendo el magnífico estudio de Fernando Burillo Albacete y Ana Ubé González, Tras la memoria del agua (Abastecimiento y usos en la ciudad de Teruel, 1879-1951) (Instituto de Estudios Turolenses, 2020), y que sigo en estos párrafos. Aunque centrado en Teruel, muchas observaciones son aplicables a otras poblaciones de la península. Vale la pena resumir los avatares del abastecimiento de agua en Teruel.

La estructura medieval para el suministro de agua potable en Teruel ciudad (tres aljibes públicos del siglo XIV que recogían el agua de lluvia, y el acueducto de los Arcos, del siglo XVI, que traía el agua desde el manantial de la Peña del Macho), quedó obsoleta ya en el siglo XIX, y probablemente incluso antes, tanto por el aumento de la población como por la insalubridad de las aguas, contaminadas por filtraciones de aguas residuales, pozos negros y un alcantarillado inexistente. No fue hasta la década de 1880 que el ayuntamiento acometió la traída de agua potable de otros manantiales cercanos, distribuida por cinco fuentes públicas en el casco urbano de Teruel y otras tres en los arrabales. Sin embargo, no se tuvo la precaución de construir un depósito para almacenar el agua, de modo que al llegar el verano las fuentes se secaban.

Fig. 2. Niñas aguadoras en el barrio de las Cuevas del Siete,
de Teruel, hacia 1910. (Fuente: Instituto de Estudios Turolenses.)

Así pues, en Teruel ciudad, como en tantas otras poblaciones del centro y sur de la península, eran los aguadores y aguadoras quienes con sus burros cargados con seis grandes cántaros alforjeros, tres a cada costado (de 17 litros, según Burillo Albacete y Ubé González, 2020: 28), acarreaban el agua desde fuentes de manantial próximas hasta la ciudad y sus arrabales, la cual vendían por las calles. 

En Teruel, al final del Viaducto fue erigido en 1935 un monumento al ingeniero José Torán, autor de la traída de aguas a la ciudad, y a cuyo pie se halla la escultura en bronce de una aguadora, obra de Victorio Macho, la cual lleva un típico cántaro de Teruel, de boca abocinada, similar al de la niña aguadora de la fig. 2. En la plaza del Ayuntamiento de Albentosa (Teruel) hay otro monumento a la aguadora con un cántaro similar. Los aguadores, que en Teruel se organizaron en gremios que fijaban periódicamente el precio del agua, fueron una estampa tradicional en toda la España meridional, que atraviesa los siglos desde la Edad Media hasta bien entrado el siglo XX.

El suministro de agua potable a las viviendas de Teruel ciudad, así como redes de saneamiento y alcantarillado dignos de estos nombres, no fueron posibles hasta 1931, y ello aun no en todos los barrios: 

Tanto el agua corriente como el alcantarillado no alcanzaron por igual a todas las zonas de la ciudad, quedando relegados durante años los barrios más pobres, como San Julián o el Arrabal, cuestión esta que no es original de Teruel, pues en todas las ciudades se atendió primero a los sectores más acomodados (Burillo Albacete y Ubé González, 2020: 12). 

Teruel fue la última capital de provincia en disponer de agua corriente en las viviendas.

Si esta era la situación en la ciudad de Teruel, en los pueblos no era mejor, de ahí la necesidad de disponer en las casas de varias tinajas para almacenar agua para el uso doméstico. Romero y Cabasa (2009: 338) señalan que la tinaja de mayor tamaño que se obraba en Calanda era de 300 litros (1,20 m de alto), y seguían las de 250, 200, 150 y 100 litros.

2. Cinchos y cordones digitados

Muchas veces me he preguntado para qué servirían los cinchos y cordones que llevan muchas tinajas, una práctica común en toda la península. Los estudiosos les otorgan una función meramente decorativa, o bien para "reforzar" la tinaja. Por ejemplo, Romero y Cabasa (1999: 81) señalan que los cordones "además de su efecto decorativo no hay que olvidar su función de refuerzo de la pieza". Pero reforzar, ¿cómo? En lo que sigue intentaré dar una explicación plausible.

En Calanda, como en todo Aragón, las tinajas se obraban por urdido de pie y por veces, dos, tres o más según el tamaño de la tinaja, dejando orear la vez inferior para que adquiriera consistencia y levantar sobre ella la vez siguiente. Ahora bien, durante la cocción, la dilatación de las veces ejerce toda su presión en las junturas, de modo que pueden acabar por estallar, y como sea que las tinajas se colocaban en la base del horno, la rotura de una tinaja provocaba el derrumbe de las piezas superiores con el consiguiente quebranto económico para el alfarero:

En ocasiones, algún fallo de las vasijas colocadas en la base [del horno] ha producido el derrumbamiento de todo el apilamiento, destrozándose en un instante la labor de muchos meses; un par de desmoronamientos seguidos ha producido la ruina de alguna familia (Burbano López, 1960: 136).

Pues bien, los cordones cumplen la función, nada menos, que de evitar que la tinaja estalle en la cocción: los cinchos o cordones, bien apretados contra las junturas (como los cordones digitados), absorben la dilatación de las veces y disminuyen la presión en las junturas. Valga esa explicación como hipótesis.

Quizá los propios alfareros de Calanda no sabrían explicarnos el por qué de los cordones en las junturas de las tinajas, pero la experiencia les enseñaría que con esa práctica se llevaban menos disgustos.

Es una práctica similar a la de las ollas y pucheros alambrados: si el alambrado está bien ceñido al cuerpo de la vasija, ayuda a difundir de manera homogénea el calor por toda la pieza, y por tanto a que la dilatación sea también homogénea, evitándose así las fatales grietas que más tarde o más temprano son el triste final de todas las ollas y pucheros de barro. Ahora bien, se supone que las piezas alambradas duran más que sin alambrar.

¿Y por qué muchas tinajas no llevan cinchos ni cordones? Porque el tinajero utiliza técnicas de urdido más sofisticadas (como en Villarrobledo, en Albacete, por mencionar un ejemplo) de modo que desaparecen las junturas de las distintas partes de la tinaja. Por lo demás, nótese que tinajas muy antiguas de los siglos XVII y XVIII, incluso de Calanda o del Maestrazgo de Teruel y otros lugares de Aragón, no llevaban cordones.

3.

Fig. 3. Barrio de las Cantarerías de Calanda, hacia 1900, con una muestra de tinajas, cocios y cántaros. Foto: Leonardo Buñuel, padre de Luis Buñuel.
(Fuente: Centro Buñuel Calanda, Teruel.)

La ollería y cantarería de Calanda se remonta a los siglos medievales. Ya Álvaro Zamora (1984: 12) apuntó que "su producción tiene unas raíces mudéjares. [...] Esto nos prueba la situación de los obradores en el barrio de los moriscos, y por tanto el origen medieval mudéjar de esta producción, asentada a su vez sobre una tradición muy anterior". Por su parte, Romero y Cabasa (2009: 330), señalan:

En el siglo XVI se calcula que el número de vecinos de Calanda estaba comprendido entre 300 y 400, de los cuales una importante proporción eran moriscos. Cuando hablemos de su alfarería no nos debe extrañar, por tanto, su tradición mudéjar, muy evidente en las primeras producciones identificables, que son las correspondientes a los siglos XVI y XVII.

Sin embargo, fue con el crecimiento demográfico y económico del siglo XVIII que la alfarería calandina adquirió un notable relieve. Apuntan Ceamanos Llorens y Mateos Royo (2005: 112-13):

Ya en la segunda mitad del siglo XVIII, Calanda conoce un indudable auge de la producción alfarera, que recoge en su técnica y formas la huella de los artesanos moriscos. Al igual que estos, los alfareros cristianos concentraron sus obradores en el barrio de las Cantarerías, situado junto al cabezo de San Blas, que les proveía de la tierra necesaria. La elaboración de cerámica ocupaba a familias enteras, como los Manero, Sánchez, Pallarés, Gil y Moya. Sus vínculos profesionales se reforzaban mediante matrimonios entre sus miembros [...].

La actividad de los alfareros de Calanda en este período incluía migraciones temporales a distancias considerables para realizar prolongadas estancias. Acompañados en ocasiones por sus esposas e hijos, los artesanos se desplazaban a una zona concreta compuesta por los municipios oscenses de Sarsamarcuello, Abiego, Cuatrocorz y La Puebla de Castro, donde elaboraban y vendían sus mercancías durante varios meses.

A este respecto, Díez (2005: 77-78) señala: 

La amplia distribución de la producción de Calanda, y los desplazamientos de alfareros calandinos a otras tierras oscenses para realizar in situ su obra, determinó que una buena parte de la tinajería aragonesa adquiera la impronta de esta tierra, imprimiendo carácter a otras realizadas en otras áreas y denominándolas "tipo Calanda".

A caballo de los siglos XVIII al XIX había en Calanda 32 alfareros, que vendían su producción en todo Aragón y de forma ocasional en Castilla y Navarra (Ceamanos Llorens y Mateos Royo, 2005: 115)

Aunque carecemos de datos, cabe suponer que en el siglo XIX se mantendría la actividad tinajera y cantarera, a pesar de las guerras carlistas que tanto afectaron a Calanda, para decaer en el XX y sobre todo tras la guerra, como en todo Aragón: "La guerra civil fue pues un golpe fundamental que volveremos a encontrar en otras localidades como causa de la muerte o huida de muchos de los alfareros aragoneses" (Álvaro Zamora, 1980: 16). Aun así, Pascual Labarías (1913-2005), de padres y abuelos alfareros y último alfarero de Calanda, afirmaba que "He conocido en Calanda hasta 18 cantareros" (Guerrero Martín, 1988: 70). Posteriormente, con la generalización del agua corriente en las casas y luego el uso de nuevos materiales (aluminio, plásticos...), en Calanda como en todas partes la alfarería quedó reducida a una actividad testimonial. El último gran horno comunal de Calanda, propiedad de Emilio Manero, fue derribado en 1979 (Romero y Cabasa, 2009: 332). 

Fig. 4. Algunas piezas de Calanda: al fondo, tinajilla, medida de vino y antiguo cántaro grande (10 litros); al frente, cantarico y mortero. (Fuente: JD.)

(*) Aunque de manera muy aproximada, y para salir del paso, podemos considerar la tinaja de la fig. 1 un ovoide. Una fórmula sencilla para hallar el volumen es:

Volumen = (2π/3)r2h

siendo r el radio máximo (26,5 cm) y h la altura (66 cm).
Así pues,

Volumen = (2 x 3,141592 / 3) 0,2652 x 0,66 = 0,097072 m3

0,097072 m3 x 1.000 litros = 97 litros (≈ 10 cántaros)

miércoles, 8 de septiembre de 2021

El "càntir dipòsit" de la Cataluña central

Fig. 1. Càntir dipòsit de Esparreguera (Barcelona), de 45 cm
de alto, y botijos antiguos de La Bisbal y Figueres (Gerona).
(Fuente: JD.)

El càntir (botijo) es sin duda la pieza más emblemática de la alfarería catalana, hasta el punto de que en Argentona (Barcelona) hay un magnífico Museu del Càntir con 4.000 piezas expuestas, considerado el mayor fondo en su género de Europa.

En Cataluña por todas partes corre el agua: ríos, manantiales, fuentes, pozos... Desde Gerona hasta las Tierras del Ebro, en todas las casas catalanas hubo de siempre un pozo de donde se sacaba el agua para el uso doméstico. Precisamente, otra de las piezas más características de la antigua alfarería catalana es el poal (gargoulette, en la Occitania francesa), predecesor del càntir, y que se utilizaba para sacar agua del pozo (en catalán hay un verbo para ello: pouar). Es una especie de botijo abierto por la parte superior, con una gran asa semicircular por encima de la boca, y usualmente con un pitorro para beber a chorro (a galet, en catalán) (figs. 2 y 3). Según Romero y Rosal (2014: 78): "El poal, gairebé segur predecessor del càntir, fou una tipologia de llarga pervivència, i documentada a Barcelona des del segle XIV." El poal desapareció a finales del siglo XIX cuando el agua de los pozos dejó de ser potable debido a la contaminación de las aguas freáticas, tanto por la actividad industrial como por el uso intensivo de productos químicos en la agricultura. No es casualidad que el enorme càntir dipòsit (botijo depósito), para acarrear y almacenar agua, se obrara en la Cataluña central, donde se hallaban las cuencas más contaminadas, la de los ríos Anoia (industria papelera), de donde procede el botijo depósito de la fig. 1, y del Llobregat (industria textil). Piera, Esparreguera, Sant Sadurní d'Anoia, Martorell, Granollers..., fueron los principales centros alfareros donde se obró el càntir dipòsit.

Fig. 2. Poal de cerámica negra. Quart (Gerona),
primera mitad del siglo XVIII. 39 cm de alto.
Museu del Càntir, Argentona (Barcelona).
 

Fig. 3. Poal de cerámica negra. Vilafranca del Penedès,
finales del siglo XVIII. 32 cm de alto. Vinseum, Museu
de les Cultures del Vi de Catalunya
, Vilafranca del
Penedès (Barcelona). (Fuente: #museuobert.)

La contaminación de las aguas freáticas de los pozos fue paliada con la construcción de fuentes municipales de agua de mina y el suministro de agua potable a las poblaciones. Quizá —es una suposición— a ello se deba el uso generalizado del botijo en Cataluña: la abundancia de pozos primero, y de fuentes municipales después, hizo innecesario el empleo de cántaros para acarrear y almacenar agua, como es usual en la mayor parte de España. Especulando, cabe suponer que la mayor demanda de los botijos depósito correspondería al ínterin que transcurrió entre la insalubridad de los pozos y el abastecimiento de agua potable a las poblaciones, que, salvo casos puntuales (masías aisladas...), hizo innecesario el uso de esos grandes botijos para almacenar agua.

Por lo que respecta al cántaro (cànter), en Cataluña quedó relegado a las Tierras del Ebro (Miravet, Ginestar, Tivenys, Horta de Sant Joan, La Galera...) y algunas áreas del Pirineo fronterizas con Aragón (Pont de Suert...).  

Valga como ejemplo de lo dicho la casa de mis abuelos en Vilafranca del Penedès (Barcelona), donde nunca hubo agua corriente. El agua del pozo, en el patio de la casa, dejó de ser potable desde mucho antes de que naciera mi madre, y solo se utilizaba para regar y lavar, pero no para cocinar o beber. Así pues, debajo del fregadero de la cocina había tres botijos de tamaño mediano, y otro más pequeño sobre un plato en la mesa del comedor para que bebiera agua fresca el que quisiera. Con ellos había que ir a diario a por agua a la fuente municipal, en la esquina de la misma calle, o en caso de que se secara había otras dos fuentes cercanas. ¡La de viajes que habré hecho de pequeño con los botijos!

Beber a chorro del botijo (o del porrón de vino blanco fresco, o de la bota de cuero de vino tinto..., todo ello usual en Cataluña) es una práctica higiénica, pues la vasija no entra en contacto con la boca. Es muy fácil aunque requiere cierta práctica para no echarse el agua o el vino por encima. Con el porrón hay que tener cierta precaución pues el vino blanco al contacto con el aire se oxigena y sube fácil a la cabeza, de modo que lo recomendable es que la trayectoria del chorrito sea lo más corta posible. Pero si prefieres acabar el almuerzo cantando La Marsellesa, entonces levanta en alto el porrón todo lo que puedas...

Como curiosidad, digamos que los botijos en casa de mis abuelos, hasta donde recuerdo, eran del Vendrell (Tarragona), a pesar de que antiguamente Vilafranca fue un centro alfarero de notable importancia (el poal de la fig. 3 es un buen testimonio). Allí se obraron toda clase de botijos para agua y aceite, de cerámica negra (terrissa negra o fumada), pero hacia los años 30 del siglo pasado cerraron los últimos alfares, reconvertidos en tejerías. 

Ahora una precisión lingüística. El Diccionario de la RAE define el botijo como: "Vasija de barro poroso que se usa para refrescar el agua, de vientre abultado, con asa en la parte superior, a uno de los lados boca para llenarlo de agua, y al opuesto un pitorro para beber." Ahora bien, el càntir dipòsit no se utiliza para beber, sino para acarrear y almacenar agua (lo cual es, precisamente, la función del cántaro en la mayor parte de la península), y llenar otros botijos o recipientes más pequeños. Así pues, ¿no sería más adecuado llamarlo cántaro depósito? Porque técnicamente es un cántaro, no un botijo. Y lo mismo vale para el càntir d'oli (botijo de aceite), que también habría que denominar, más propiamente, cántaro de aceite. Pero como en el Museu del Càntir de Argentona traducen càntir dipòsit por botijo depósito, aunque sea provisionalmente seguiré utilizando esa denominación.

El botijo depósito de la fig. 1 mide 45 cm de alto, tiene un diámetro máximo de 107 cm y una capacidad de 18 litros. Como puede observarse, solo tiene una boca (broc, en catalán) para el llenado y vaciado, pero no pitorro (galet, en catalán) para beber. Para que el lector se haga una idea, vacío pesa 8,3 kg. Hay que tener fuerza para levantarlo lleno y buen pulso para llenar otros botijos más pequeños, sin echar toda el agua por el suelo. Pero aún hay botijos depósito de mayor tamaño. Según la explicación de la Guia del Museu del Càntir: "Tenien una cabuda d'uns 24 litres i uns 50 cm d'alt. Eren els més grans que es feien."

El botijo depósito de la fig. 1 fue comprado a un particular de Igualada (Barcelona), el cual me contó que procedía de una masía cercana de sus abuelos. Según un experto consultado, fue obrado en Esparreguera (Barcelona) no muy lejos de Igualada y a los pies de la montaña de Montserrat, lo cual delata su base limada, formando un pie anular, a diferencia de los botijos de base plana. Estos botijos depósito suelen ser muy antiguos, de principios del siglo XX o anteriores. Para transportarlos llenos se cargaban uno o dos botijos a ambos costados de la mula.

En la fig. 1, como comparación, acompaño el botijo depósito de otros dos botijos comunes, ambos muy antiguos, quizá del siglo XIX, de La Bisbal y Figueres (Gerona). Miden 29 y 31 cm de alto y tienen una capacidad de 3,7 y 5,5 litros, respectivamente. El de La Bisbal, de cerámica negra, se distingue por su asa levantada en el lado opuesto a la boca: ello no es por ningún motivo estético, sino para mejor llenarlo en el pozo, pues suspendido del asa el botijo se inclina hacia el lado de la boca, facilitando su llenado. En cuanto al botijo de Figueres, el pitorro está roto por la base y pegado de muy antiguo con lo que parece una resina, y embreado. Por mi parte siempre prefiero esas piezas reparadas de antiguo (lañadas, etc.) porque son un testimonio más del uso que tuvieron.

Por último, obsérvese que los botijos catalanes tienen el asa alineada con la boca y el pitorro, a diferencia de los obrados en otros lugares con el asa transversal, con la notable excepción del extraordinario botijo de Priego (Cuenca), en mi opinión uno de los más singulares y bonitos de la península y del que quizá hablaremos en otro post, o el botijo de Cabra de Mora (Teruel), de influencia catalana, y de cuya alfarería también trataré en otro post.